martes, 6 de julio de 2010

Manual del buen dolor


Manual del buen dolor
¿Vivimos en una cultura que glorifica el dolor? Las raíces del significado del dolor se hunden en la historia de los pueblos.
German Dehesa, Periodista y Comunicador
Revista Dolor Clínica y Terapia
Vol. I/ No. 12/ Abril/ 2003
Cuando George Bernard Shaw recibió a una delegación de irlandeses rebeldes que le pedían apoyo para su causa, pronunció estas palabras: “¡Cuánto ganará la humanidad cuando descubra que sufrir no es un mérito!”. Bernard Shaw era irlandés, sin embargo, rechazaba totalmente ese catolicismo sufridor de sus coterráneos y esto mismo lo imposibilitaba moralmente para apoyar la causa irlandesa. Es posible que Shaw no tuviera demasiadas noticias acerca de México, pero de haberlas tenido, hubiera reaccionado de modo similar. Nosotros también somos una cultura del sufrimiento. Lo somos desde hace muchos siglos.
En nuestras civilizaciones indígenas los dioses se alimentaban de sangre y basta con leer los Huehuetlatolli (Pláticas de los Ancianos) que recopiló Fray Andrés de Olmos, para saber que la educación de niñas y niños se basaba en el castigo y la tortura física. A esto añádanle el catolicismo contra-reformista que trajeron los españoles con sus Cristos sangrantes, sus tribunales inquisitoriales, su fanatismo, su concepto del martirio como máxima gloria y ya podemos deducir qué tipo de cultura es la nuestra.
Nuestro panteón entero es de dioses terribles con la sola excepción de Tonantzin - Guadalupe, a quien nos acercamos con las rodillas y el corazón sangrantes en busca del consuelo suficiente para seguir sufriendo. Aunque no nos ocuparemos de ellas, las consecuencias sociopolíticas de esta disponibilidad para el sufrimiento son enormes: un pueblo dócil, manejable, resignado, que acepta a caciques y gobernantes corruptos como pruebas que llegan directamente del cielo para darnos la oportunidad de acumular más penas y privaciones altamente recompensables en el más allá. Un pueblo de mujeres enlutadas, así lo veía Yánez, que convierte su vida en una insana competencia de sufrimiento. Los dioses quieren sangre y sufrir es un mérito.
¿Desde dónde escribo yo? Desde una postura bastante incómoda. Me siento intelectualmente mucho más cerca de Bernard Shaw, pero no pierdo de vista que mi genoma propende hacia la veneración de las divinas llagas. A más de 50 años de distancia, todavía algo de mí permanece en la recámara de mi madre presidida por un gran óleo de la escuela de Murillo que representa a María Virgen llorando y con un enorme puñal clavado en el corazón. Ésa soy yo, decía mi madre con la voz quebrada. Por puro instinto de supervivencia, yo desviaba la mirada y tropezaba con una imagen policromada de Cristo coronado de espinas por cuya frente rodaban grandes gotas de sangre.
Cada espina, volvía a la carga mi madre, es un pecado tuyo o de tu papá. Ya podrán imaginarse el estado de aniquilación en el que quedaba quien esto escribe; pero, además, no se piense que el ambiente de mi casa era particularmente tenebroso. Digamos que éramos una familia decente y normal de aquellos años 50. De hecho, me podría haber ido peor.
Mi mamá, aunque podía considerársele una sufridora eficiente, no tenía que hacer nada junto a una madrina que era, ella sí, toda una profesional y una llorona de tiempo completo. Me imagino que mi mamá, que de vez en cuando reía, la odiaba en el fondo de su alma y aunque decía admirarla, envidiaba cordialmente esa inagotable capacidad lacrimógena de mi madrina: si le daban un regalo, lloraba; si no le daban regalo, lloraba más fuerte; si una hija se casaba, berreaba; si el primogénito no se casaba, estallaba en lágrimas; si había silencio en su casa,se moría de tristeza;si su hijo el menor ponía un disco de Pérez Prado, lloraba fuertísimo porque decía que era música pagana y el infausto día que le diagnosticaron un leve cáncer de piel, lloró toda la familia. Era una casa que navegaba en lágrimas (y ahí eran las fiestas de Navidad. Ya entenderán por qué las odio).
Todo esto ocurría de puertas para adentro. En el mundo exterior estaban los hermanos maristas que se encargaron de complementar los misterios dolorosos de mi infancia y juventud. Supongo que en aquellos años comenzó mi rebeldía frente a esta idea del mundo como valle de lágrimas. Mi motín espiritual no fue gratuito ni espontáneo. Hasta donde alcanzo a saber hubo dos experiencias que lo desataron: mi temprana y furiosa vocación por la lectura y el conocimiento del dolor real a través de la cercanísima y prolongada convivencia con un hermano que tenía parálisis cerebral.
Cuando los maristas llegaron a platicarme del pecado original que nos condenaba al dolor, a la muerte, al trabajo y a la inclinación al mal, yo ya no estaba como para comprar semejantes gansadas. Esto de llegar a un mundo al que no solicitamos venir y ya tener deuda externa, me parecía y me sigue pareciendo monstruoso. Aquí comenzó mi todavía inacabado proceso de fuga, mi distanciamiento de la sangre y las lágrimas y mi gradual replanteamiento del concepto del dolor.
Al dolor lo he conocido en todas sus presentaciones: dolor físico, dolor moral, dolor ante la muerte y dolor ante la vida. No domino ninguna técnica oriental que me conduzca a la analgesia total. Lo poco que he aprendido es que hay algo perverso y claudicante en la aceptación del dolor como la condición natural e inevitable del hombre, que el dolor existe e irrumpe a veces brutalmente en nuestra felicidad. De nosotros depende que la anule o que la fortalezca. Para lograr esto hace falta sabiduría, serenidad de alma y una revolución interna que transforme nuestra vocación de mártires en voluntad de héroes. El dolor siempre estará ahí.
Nuestra condición mortal es inevitable, pero nosotros podemos escoger cómo queremos vivirla. El modelo judeo-cristiano nos propone la coronación de espinas y la lanzada en el costado; el modelo socrático nos muestra a un hombre justo que ha decidido aceptar su condena a muerte y aguardarla mientras platica con sus amigos y solicita que retiren a una mujer que llora.
A los 58 años y habiendo recibido mi correspondiente dosis de dolor, puedo decir que escojo el modelo socrático, que creo en la felicidad y que para mí el dolor, el mío y el del mundo, el real, el inventado y el gratuito, es un reto para la fortaleza de nuestro espíritu,un incentivo para nuestra inteligencia, un mensaje que, aunque llega bruscamente, hay que leer con cuidado para poder despachar al mensajero (jamás caer en la tentación de convidarlo a que se quede en casa) y una agresión de la cual nos podremos defender con toda legitimidad.
Todo acaba resumiéndose en una disposición de ánimo. Si tu disposición es de mártir, le darás la bienvenida a todo dolor propio y ajeno y lo considerarás un castigo inevitable o una oportunidad para acumular méritos celestiales. Si asumes una módica actitud heroica, cuando llegue el dolor, reivindicarás tu derecho a la felicidad, aprenderás del dolor y buscarás el camino más rápido para recuperar tu apacible y gr ato estado natural. Al igual que Machado, yo no quiero ni puedo cantar a ese Jesús del madero, sino al que anduvo en la mar.

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